viernes, 24 de enero de 2025

LA SED

 

LA SED

1 Libro Autora Virginia Mendoza

EDITOR DEBATE

PRIMERA EDICIÓN 2025

 

LIBRO RECOMENDADO Y POR ENCARGO

EN LA PORTADA DEL LIBRO:

Una historia antropológica (y personal) de la vida en tierra de lluvia escasa

DESCRIPCIÓN

Esta historia también empieza en un lugar de La Mancha. Allí, hace miles de años, surgió la primera sociedad hidráulica de nuestro continente. Mucho tiempo después la sed llenó esas tierras de vides, olivos y cereales. Entre ellos nació Virginia Mendoza, cuya historia personal y familiar está ligada sutil pero irremediablemente a la falta de agua. En este sorprendente libro recoge y conecta viejos y nuevos descubrimientos científicos con un sinfín de relatos heredados insólitos, emocionantes y llenos de vida que hablan de quiénes fuimos y quiénes somos hoy

La sed nos persigue y nos impulsa, nos enseñó el arraigo y el desarraigo. Empujó a nuestros antepasados más allá de África y, decenas de miles de años más tarde, asentó a sus descendientes junto a los pocos ríos caudalosos que quedaban. Es posible que nos ayudara a inventar el pan, pero también nos hizo conocer el hambre. Asistió al origen de civilizaciones, y también a su colapso. Nos llevó a mirar al cielo, a unir estrellas, a crear dioses de la lluvia y a una curiosa convivencia entre la fe y la ciencia durante la Pequeña Edad de Hielo: mientras unos invocaban la lluvia con danzas y rogativas, otros fundaban disciplinas para predecirla, medirla y retenerla

Escrito desde uno de los puntos menos lluviosos y más amenazados por la desertización de Europa, este libro nos conduce a un fascinante viaje por el mundo y la historia, así como por los retos a los que nos enfrentamos como especie. La sed nos une, nos divide y no ha dejado ni dejará de acompañarnos, pues somos agua en busca de agua

LA CRÍTICA HA DICHO:

«Este es uno de los libros más importantes que vais a leer este año. Alucinante en muchos sentidos y magistral en todos».

Sergio del Molino

«Un libro que podría recibir el Óscar al mejor montaje. Los saltos están tejidos con acierto y Mendoza juega sin abusar con los recursos narrativos para no soltar nuestra atención. La memoria personal huye de la nostalgia y la divulgación dosifica nombres propios y datos en beneficios de la agilidad».

Jorge Dioni, Babelia

Sobre Detendrán mi río la crítica dijo:

«Es memoria viva. Escrito con una sensibilidad maravillosa, desvela algo verdaderamente profundo y poético».

Sergio Del Molino

«Un libro delicado, fruto de años de escucha atenta y de investigación rigurosa, en el que el conocimiento se transmite a través de una recreación narrativa que absorbe y encandila desde el primer instante».

Edurne Portela

«Es, sin ninguna duda, el ensayo más hermoso, poético, con más verdad y mayor delicadeza en el fondo y en la forma que he leído este 2021».

Alejandro Palomas

LA SED

Fragmento:

¿De qué desierto antiguo eres memoria

que tienes sed y en agua te consumes

y alzas el cuerpo muerto hacia el espacio

como si tú agua fuera del cielo?

 

ALFONSINA STORNI

Los hombres se humedecieron los labios, conscientes de su

sed. Y todos sintieron un poco de terror.

JOHN STEINBECK

No es posible, señor mío, sino que estas yerbas den testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que humedece y así será bien que vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre.

SANCHO PANZA

 

Claro que Dios existe.

Es mujer

y se llama Lluvia.

GUSTAVO DUCH

PRÓLOGO

Y todavía no había pasado suficiente tiempo cuando me di cuenta de que tenía sed y que no llevaba agua. Quise esperarme un rato antes de ir a buscarla, pero después recordé que existen cosas como la sed, como la muerte, como el amor, de las cuales no se puede huir, y que antes o después tendría que ir.

NÚRIA BENDICHO GIRÓ, Tierras muertas

Ni quiero ni puedo olvidarme del lugar de La Mancha en el que conocí la sed. Una bañera vieja, rodeada de ollas y cazos, esperaba la lluvia en el corral de mis abuelos maternos. Muy cerca de allí, el agua del río Villanueva empezó a escasear y dejó de llegar a las huertas de Villanueva de la Fuente (Ciudad Real). Algunos agricultores perdieron sus cosechas y una mujer tuvo que vender sus vacas. El abastecimiento también se resintió. El acuífero 24 (o del Campo de Montiel), del que manaba su río, había quedado prácticamente seco. Aunque les dijeron que era culpa de la lluvia, que no caía, llevaban ya tiempo sospechando que allí pasaba algo más. En plena sequía, mientras sus cultivos morían, unas mazorcas crecían esplendorosas a lo largo de casi mil hectáreas con la ayuda de un moderno sistema de riego en la finca de un duque. En agosto de 1987, los vecinos de Villanueva de la Fuente y de otros pueblos cercanos como Albaladejo, Villahermosa y Montiel organizaron una manifestación. Fueron hasta la finca con botijos bocabajo y pancartas que decían «¡Tenemos sed!» y «Queremos nuestra agua». Pero nada cambió.

El 15 de agosto era sábado, y los de Villanueva, convencidos ya de que su sed poco tenía que ver con la ausencia de lluvia, volcaron cuatro de los postes que llevaban electricidad a la finca de las mazorcas. En la mañana del domingo, cuando vieron que los obreros de Unión Eléctrica intentaban repararlos, volvieron a echar abajo los cuatro postes y diecinueve más. ¿Quién lo hizo? «Todos hemos sido, señor», dijeron. En el pueblo eran unos tres mil quinientos durante todo el año, y muchos más, el doble, en pleno agosto. Protagonizaron su propio Fuenteovejuna sin sangre: «Aquí no hay ningún cabecilla, si eso es lo que usted quiere saber, pues somos todo el pueblo, y si, un suponer, se corriese la voz de que están poniendo las columnas de la luz, allá que nos vamos todos en avalancha a impedirlo, pero vamos con los brazos tan sólo, y sin armas, porque no buscamos violencia, sólo reclamamos lo que es nuestro, o sea, el agua», dijo uno de los entrevistados en la plaza del pueblo a Luis Otero. El periodista había llegado preguntando por la mujer que había vendido las vacas. De nombre le pusieron Julia, pero esos días sus vecinos empezaron a llamarla Agustina de Aragón. Era una anciana que resistía y arengaba a base de coplillas que ella misma componía, erigiéndose como lideresa y a la vez cronista de la revuelta de su pueblo.

La frase que un vecino de Villanueva de la Fuente dio a El País resume lo que pasó en su pueblo: «El agua ha sido nuestra de toda la vida de Dios, hasta que ese hombre ha puesto el reguerío pa su panizo». Acusaban de su sed al hijo del duque por haber abierto unos pozos de casi ciento cincuenta metros que conectaban con un sofisticado sistema de riego y que acabaron con el agua de todos. Pero también llevaban años sospechando del ganadero de la finca colindante. «Dijimos: sequía, sí, pero son las fincas las que están causando el daño a los manantiales y a las lagunas de Ruidera», me contó Juan Ángel Amador, el alcalde que tuvo que lidiar con la guerra del agua recién estrenado su mandato. Llegaron los antidisturbios, dicen, alrededor de doscientos. Tan bien les salió la jugada a los vecinos amotinados que acabaron aplaudiendo a los guardias después de que el alcalde paralizase la reparación de los postes. Y el río volvió a llevar agua. La justicia les dio la razón y, dos años después, el acuífero se declaró sobreexplotado.

 

Aquel verano, los antidisturbios se habían prodigado en otro pueblo. Si en Villanueva los vecinos se negaban a dejar que repararan los postes que llevaban electricidad a la finca de las mazorcas, los de Riaño (León) se subieron a los tejados de sus casas y se negaron a bajar. Esa era su forma desesperada de resistir a un desalojo que finalmente no pudieron frenar y que culminó con la inundación de su pueblo y de ocho más —dos de ellos parcialmente— bajo las aguas de un embalse destinado al riego y a generar hidroelectricidad.

Las fotos de la prensa de aquel verano reflejan que a menudo los sedientos y los ahogados compartimos historia y somos dos caras de una misma moneda. Mientras algunos niños bajaban a protestar al fondo de un río seco en Villanueva, otro niño subía al tejado de su casa para frenar la inundación de su pueblo. Ambos quedaron retratados.

La sed siguió aquí porque nunca hace visitas breves y, poco tiempo después, regresó con una nueva sequía. En España y otros países mediterráneos se suceden sequías cíclicas que suelen durar tres o cuatro años cada década. En el verano de 1992, cuando España se dividía entre los que dormían la siesta y los que esperaban que Miguel Induráin ganase el tour de Francia por segunda vez, en mi pueblo, Terrinches, seguíamos pensando en el agua y en casi nada más. El agua que no llegaba; el agua que nos expulsaría si seguía escaseando. Los mayores vivieron al borde de la desesperación, y fue entonces cuando aprendí a valorar el agua como sólo se valoran las cosas que se han perdido. Se convirtió en un misterio que durante un tiempo apenas aparecía con la ayuda de camiones cisterna y de las manos de mi abuelo Norberto. Quedan, en el pueblo, depósitos en las terrazas por si vuelve a repetirse.

Como normalicé su ausencia, de aquel tiempo guardo flashes, de esos que preceden a los recuerdos propiamente dichos, en los que aparece el agua. Son escenas que dejaron huella porque lo normal era que faltara. Mi abuelo metido en una cueva en busca de unas gotas que redirigía hacia una alberca para regar la huerta. Mi abuelo yendo de la huerta al corral para asearse con cazos. Los baños compartidos en familia porque había que aprovechar y reutilizar hasta la última gota. Nos faltó exprimir el aire. Todo servía para retener un agua que apenas caía y que luego, a veces, se guardaba como un tesoro incluso cuando ya no servía para casi nada. Quizá por eso tengo una imagen muy nítida de los renacuajos que nacían y proliferaban en un bidón de gasolina. Aquella sequía, que se prolongó hasta 1995, dejó los embalses españoles al 15 por ciento y secó el pozo artesanal del que el pueblo había bebido durante siglos. Mientras mis vecinos se iban a otro pueblo para pedir la lluvia a los santos, hubo quienes se plantearon traer un iceberg con remolcadores al Guadalquivir, a cuya cuenca hidrográfica pertenece Terrinches, para aumentar el caudal del río. Era eso o trasladar a la población sevillana. La idea de remolcar un iceberg no era nueva: ya se planteó en Benidorm en plena sequía casi dos décadas antes.

En El viento de la luna, de Antonio Muñoz Molina, hay un niño fascinado con la llegada del hombre a la Luna en un pueblo de Jaén tan árido como el mío y muy cerca de él. Pedro, el tío del protagonista, tiene la disparatada idea de instalar una ducha en el corral. «Pero aquí sólo nos podemos lavar sacando un cazo de agua helada del pozo y volcándolo en una palangana desconchada. El agua corriente es un sueño tan lejano como el de la lluvia puntual y abundante en nuestra tierra áspera», escribió. También hubo en Terrinches un visionario que aseguraba tener la ducha en su corral cuando nadie disponía de agua corriente en casa. Casi todo lo que cuenta Muñoz Molina sobre esa palangana desconchada en el corral y otros cachivaches de la sed lo recuerdo como si hubiera crecido en esa misma casa. Aunque la historia transcurre treinta años antes y en otra parte, es la de la bañera y los cazos que esperaban la lluvia y sustituyeron a las gallinas en el corral de mis abuelos. Tengo incluso fotos de mis primeros baños en solitario, y no porque sea un hito en el desarrollo infantil, sino porque era un lujo que había que inmortalizar como las cosas que nadie sabe cuándo podrán repetirse.

Mi abuelo era el encargado de las aguas del pueblo. Además de barrer las calles, plantar árboles, dar aviso de los muertos y romper el rosario que les sujetaba los pies hasta la sepultura, se encargaba de la sed de los vivos moviendo una llave desde un depósito de captación. Yo solía ir con él. Por las tardes, lo veía descender por una escalera metálica hacia el inframundo y cortaba el agua del pueblo girando una llave. En cierto modo, era una novedad. El agua corriente tardó en llegar a las casas de Terrinches. Allí sólo las figuras de don Quijote y la Virgen de Luciana eran comparables en veneración al botijo con el que todavía conformaban una trinidad. Colocado en un lugar que parecía un altar, el botijo lucía imponente. Para no perder ni una gota del agua traída de la fuente, para que no se la robaran las moscas, mi abuela lo colocaba sobre un plato y le ajustaba con un lazo una tapa de ganchillo que le hizo a medida. Nuestra historia está condicionada por nuestra relación con el agua. Pero en nuestro vínculo con ella siempre acecha el miedo a que vuelva a abandonarnos.

Me han contado que en el verano de 1992, seco como la mojama, algunos días mi abuelo sólo abría el agua para el pueblo durante media hora. Entonces había que correr a ducharse, fregar platos, beber. A veces no había tiempo ni para el programa rápido de la lavadora, y eran mi madre y mis tías quienes daban y cortaban el agua mientras su padre recorría el pueblo avisando a los vecinos. No sé si fue por la prisa de aquellos días, pero medio meñique de mi abuelo se lo quedó para siempre la puerta del depósito, y cada vez que cortaba el pan con su navaja, empinaba la bota o el botijo, yo veía su medio meñique apuntando hacia alguna parte en la que normalmente estábamos el techo o yo. Nos burlábamos de mi abuela porque no se atrevía a usar la lavadora y la cubría con pañitos para seguir lavando a mano la ropa con su propio jabón de aceite y sosa. Ahora entiendo que el culto a la lavadora no sólo se debía al temor a que explotase o se rompiese por el uso.

Ese año estaban de moda los vídeos caseros, y en la España húmeda, de clima eminentemente continental, una presa inundó Aceredo (Ourense) ante la mirada atónita de Paco Villalonga, el vecino que lo grabó todo con su cámara porque ya no podía hacer otra cosa. Los vecinos se habían atrincherado en el ayuntamiento y habían escrito pancartas que decían «Estamos en folga de fame porque temos la dignidade da que carece o goberno español» y «Salto de Lindoso. Morte e destrucción de 200 familias labregas. Violacion. Dereitos humanos, ¡escoitanos!». Pero no escuchó. De todo eso no supe nada a los cinco años, pero tiempo después Paco me contó que cada vez que bajaba el agua del embalse iba a las ruinas de su casa y se comía un bocadillo mientras veía cómo brotaba agua de una pequeña fuente, porque ni la losa de agua quieta que es el embalse había podido detenerla.

Ahora que pregunto qué nos pasó, me han contado que finalmente un ganadero (el mismo al que acusaban los de Villanueva) nos dio acceso a uno de sus pozos, y que de esa agua, en gran parte, sigue bebiendo el pueblo desde 1995 gracias a una ayuda de la consejería de Obras Públicas, que permitió sufragar las obras de canalización y suministro para que llegara el agua después de recorrer veinte kilómetros. La historia se cuenta con gratitud. Pero el acuerdo de cesión, firmado a finales de agosto de ese año, termina diciendo que se podrá cancelar la autorización «en el mismo momento en que así lo estime conveniente por cualquier causa que en ningún caso tendrá que justificar, bastando para ello el mero preaviso al municipio beneficiario con dos meses de anticipación, sin que este pueda oponerse a la misma ni reclamar indemnización alguna por ningún concepto». Así que la sed de un pueblo depende casi exclusivamente de la voluntad de un hombre o, más bien, de algo que no existe: la voluntad de una sociedad anónima.

La nuestra es la sed histórica de los pueblos de la España seca —que compone tres cuartas partes de la península en la que vivo—, en la que predomina el clima mediterráneo y, en algunos puntos, es incluso estepario y desértico, y la de nuestros antepasados más remotos. En esa zona de Castilla-La Mancha ni siquiera alcanzamos una media anual de cuatrocientos litros por metro cuadrado, que es la media de la comunidad autónoma. Marchar porque no hay agua; marchar porque llega el agua. Es un país de sedientos y de ahogados por la sed. Esa es la historia que se nos olvida cuando abrimos el grifo, y la llevamos grabada en los genes. Pero viene de antes, de lejos, y tiene que ver con todos los habitantes humanos de la Tierra. Nuestra familia, nuestro género y nuestra especie surgieron cuando el mundo y África oriental atravesaban picos de aridez. Si los fósiles más antiguos que se han encontrado de nuestros antepasados aparecieron en el curso medio y bajo de un río africano, el Awash, también las primeras civilizaciones surgieron junto a ríos en plena sequía. La sed ha estado detrás de grandes adaptaciones anatómicas y metabólicas, de innovaciones, revoluciones y colapsos a lo largo de nuestra historia. En las próximas páginas veremos cómo casi todo lo que define nuestra especie surgió y se desarrolló durante cambios climáticos en los que se alternaban la humedad y la aridez. La enésima crisis climática no tendría por qué sorprendernos: somos hijos suyos. Pero tal vez haya en la sorpresa algo de culpa.

Esta historia transcurre en la era Cenozoica, en la que aparecieron en el mundo tanto nuestros antepasados como casi todo lo que todavía nos alimenta. Aunque empieza con Lucy en el periodo Neógeno, principalmente transcurre en el Cuaternario, en el que aún nos encontramos. Este periodo abarca dos épocas, Pleistoceno y Holoceno —todavía vigente—, divididas precisamente por un cambio climático. En todo este tiempo, decenas de millones de años, han sido varios los ciclos fríos-secos y cálidos-húmedos que se han sucedido. Los periodos climáticos son como matrioskas. Por eso, aunque estamos en una etapa de calentamiento, el mundo lleva alrededor de cincuenta millones de años enfriándose y secándose, una paradoja que espolea sin pretensiones el negacionismo climático. Luego llegó una inestabilidad que acarreó sucesivas alteraciones dentro de esa tendencia global. Hace 2,6 millones de años, el mundo entró en un ciclo constante de épocas glaciales e interglaciares y, en ese momento, surgió el ser humano. Estamos en una época interglaciar desde hace once mil setecientos años, que a su vez ha tenido también fases gélidas. En resumen, por extraño que resulte, la Tierra se calienta y se enfría a la vez. Y esto es así, en gran medida, porque hemos alterado la tendencia natural que llevaba nuestro planeta desde el Neolítico y, especialmente, durante los últimos trescientos años.

Aunque algunos de los cambios climáticos más relevantes que aparecerán a lo largo del libro se han asociado a causas extraterrestres como la explosión de cometas o la reducción de manchas solares, veremos que, sobre todo, se produjeron por causas astronómicas que tienen que ver con el lugar que ocupa la Tierra y su posición con respecto al Sol, con la forma de su órbita y con la inclinación de su eje de rotación. Además, se han dado en este tiempo cambios climáticos por razones geológicas, como los movimientos de placas tectónicas, terremotos, erupciones volcánicas y alteraciones en las corrientes oceánicas. Algunas de estas causas a menudo confluyen, ya que nuestro sistema climático depende de varios factores, como son la atmósfera —que además de permitirnos respirar se encarga de mantener una temperatura media de quince grados mediante sus gases de efecto invernadero—, el efecto invernadero —que en su estado natural equilibra la energía que recibe y emite la Tierra pero que hemos aumentado artificialmente contribuyendo a un calentamiento global—, las corrientes oceánicas —que contribuyen a este equilibrio en su interacción con la atmósfera— y, finalmente, la radiación solar. A todo esto hay que añadir un nuevo detonante: nosotros y nuestras acciones.

El clima nos llevó al borde de la extinción: somos los descendientes de los pocos (unos 1300) humanos que sobrevivieron al frío y la aridez hace menos de doscientos mil años. Pero tampoco de la última glaciación salimos bien parados, a pesar de que los sapiens nos quedamos solos. Aun así, el cambio climático apenas trascendió el ámbito científico hasta 1988. Ese verano fue abrasador y seco en Estados Unidos, donde proliferaron los incendios. Desesperados por el calor insoportable que hacía en el Senado estadounidense, al fin el calentamiento global pasó a ser una cuestión de interés público. No obstante, en lugares como España siguió estando mal visto hablar del tiempo, y todavía se considera una conversación banal para sobrevivir a la incomodidad que provoca compartir ascensor con desconocidos. Pero el clima, que tan insignificante parecía, ha sido una de las razones por la que algunos de nuestros antepasados llegaron hasta el lugar en el que nacimos y, mucho antes, de que los suyos tuvieran que marchar de África.

No podemos pasar de ningunear el clima a negar sus variaciones, porque es como renegar de LUCA (Último Antepasado Común Universal, por sus siglas en inglés) sólo porque no nos apetece descender de una bacteria, o no aceptar que somos parte de la naturaleza, que es mudable. Los cambios climáticos nos han acompañado siempre y nos han empujado a evolucionar, a migrar, a innovar y a mezclar nuestros genes. Son parte de nosotros y nosotros de ellos. La revolución cognitiva puso la primera piedra en la libertad que hoy tenemos. Pero la libertad implica responsabilidad. La cultura nos prometió, con el beneplácito de la naturaleza, una independencia que parecía absoluta. Pero no fue así. El tiempo no está loco y evadir nuestra responsabilidad sólo puede alejarnos de la libertad y hacernos todavía más vulnerables. También puede conducirnos a un genocidio del que en el futuro habrá que rendir cuentas, como advierte David Lizoain en su libro Crimen climático. Tampoco sirve de nada caer en el pesimismo, porque pesimista es quien ha decidido no hacer nada por cambiar las cosas dado que, según su lógica, no van a cambiar. Sólo el optimismo, racional y no de taza cuqui, puede impulsarnos, no por un designio divino, sino por la voluntad de arreglar lo que hemos roto sabiendo que aún hay algunas piezas que se pueden reparar. No hay acción sin esperanza. Pero tenemos que hacerlo como se han hecho siempre las únicas cosas que han salido bien a lo largo de nuestra historia: juntos. Para ello necesitamos recuperar la conciencia de especie, sin perder de vista que conformamos un todo con la naturaleza y que no todas las personas tenemos la capacidad de dejar la misma huella y, por tanto, de reducirla.

Todo indica, según un informe del Centro de Estudios Hidrográficos del CEDEX, que la España húmeda —que cuenta con algunos de los puntos más lluviosos de Europa— seguirá siendo húmeda aunque desciendan las lluvias y que la España seca —donde están las zonas más áridas del continente— será cada vez más seca. La previsión de la Agencia Europea de Medioambiente es que la península ibérica será el lugar de Europa que más se secará en los próximos años. El descontrol del regadío, la sobreexplotación de acuíferos, la degradación del suelo y el abandono de la tierra, unidos a un cambio climático que provocará sequías cada vez más intensas y prolongadas, están aumentando el riesgo de desertificación de la península. Pertenezco a una generación que ha empezado a asumir que tendrá que marcharse pronto, porque todo apunta a que la España seca podría convertirse en un desierto a lo largo de este siglo. En realidad, no es nuevo para quienes hemos crecido en ella; durante toda mi infancia, incluso antes de conocerlo, soñé con un futuro rodeada del verde del norte. Sólo cuando lo intenté, supe que había idealizado algo que no era para mí, y que también la aridez influye en nuestro vínculo con la tierra. Un amigo gallego escucha grabaciones de lluvia cuando está lejos de casa para afrontar la morriña. Pero yo rellené una botella de agua vacía con arena del Sáhara que todavía guardo para no olvidar nunca lo que sentí en el desierto, y creo haber encontrado mi sitio en un pueblo cuya historia está marcada por una rogativa para pedir lluvia. ¿Será que también la sed condiciona aquello que sentimos como hogar? «Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación y los de polvo y los de sequía. No podemos empezar otra vez», decían los Joad en Las uvas de la ira.

Supongo que algo parecido ocurre con el lenguaje. Dicen que los gallegos tienen cuarenta palabras para nombrar la lluvia. No tenemos tantas en la España seca, porque no hacen falta, pero he calculado cuántas hay para el paloduz y, si incluyo el «ombligo de muerto» que acuñó mi abuelo y el nombre científico (Glcryrrhiza glabra), me salen treinta y nueve. Como crecí rodeada de golosinas suculentas y coloridas en un puesto del mercadillo, nunca entendí por qué mi abuelo llevaba siempre en la boca una cosa tan fea y tétrica. Pero chupar esa raíz era su forma de calmar la sed y de no fumar. La Glycyrrhiza glabra no prolifera necesariamente en los cementerios, pero sí cerca de los ríos. Parece que el paloduz, que en algunos sitios llaman «chocolate del moro», tiene su origen en el norte de África y en el sur de Asia. Antiguamente se masticaba para aliviar problemas respiratorios, para fortalecer músculos y huesos, para suavizar el cutis. Griegos y romanos ya lo utilizaban, además, con otra finalidad de la que dejaron constancia varios autores de la Antigüedad: combatir la sed.

Si Hegel creía que las personas se acaban pareciendo a su paisaje y su clima, habría que ver qué fue primero, porque, para quedarse, los manchegos tuvieron que dar a su paisaje y su gastronomía la forma de sus necesidades hídricas en una región cuyo topónimo significa ‘tierra seca’. Vengo de un lugar, de un paisaje, de una cultura que ha perfilado y nombrado la escasez de agua. Allí los cereales dibujan figuras geométricas, un patchwork si se mira desde el cielo. Vengo de un lugar en el que hace miles de años mis antepasados se enfrentaron a una de las peores sequías de la historia y la superaron.

Hace mucho menos tiempo, sus descendientes vieron cómo se cubrió con hormigón un arroyo y dejaron de contar una historia antigua. Una vez, cuando el riachuelo aún estaba a la vista, alguien descubrió un bulto sobre el agua en lo alto del pueblo, allí donde se ubicaba el dominio de las mujeres: el lavadero. Las expresiones de sorpresa hicieron pensar que había aparecido una ballena. Bajaba a un ritmo tan lento que el avistador de ballenas manchegas pudo correr la voz de que el cetáceo se acercaba a la plaza. Varios hombres esperaban allí y dispararon cuando al fin la tuvieron al alcance de sus escopetas. Pero no era una ballena. Eran, cual cocodrilo del Pisuerga, las albardas de un burro. Eso contaban en el pueblo,…

 

QUIEN ES LA AUTORA:

Virginia Mendoza (1987) nació en Valdepeñas, creció en Terrinches y fue al instituto en el lugar de La Mancha del que puede que Cervantes no quisiera acordarse. Se licenció en Periodismo y en Antropología Social y Cultural por la Universidad Miguel Hernández de Elche. Durante años ha sido periodista freelance y ha escrito para varios medios de España y América Latina

Después de vivir en la España seca, en la húmeda, en la semidesértica y en Armenia, en la actualidad vive en un pueblo de Teruel marcado por una rogativa, continúa formándose en Antropología Prehistórica, trabaja en una librería y escribe sobre Antropología para Muy Interesante. Ha publicado libros sobre arraigo y desarraigo en los que fusiona periodismo narrativo y antropología rural, como Quién te cerrará los ojos (Libros del KO, 2017), Heridas del viento (La línea del horizonte, 2018) y Detendrán mi río (Libros del KO, 2021), un proyecto trasmedia sobre las personas desplazadas por la construcción de presas en España que continúa con un mapa-reportaje en línea. También escribió los libros sobre Jane Goodall y Alexandra David-Néel de la colección «Grandes Mujeres» de RBA coleccionables. Es coautora de los Juegos reunidos rurales, ilustrados por Narcís RE (Temas de hoy, 2022). Su último libro, La sed, pronto será traducido al italiano

En 2019 obtuvo el Premio Manuel Iradier a la Comunicación, otorgado por la Sociedad Geográfica La Exploradora

FICHA TÉCNICA:

1 Libro

256 Páginas

En formato de 15 por 23 por 2 cm

Pasta delgada en color plastificada

Primera edición 2024

ISBN 9788419642462

Autora Virginia Mendoza

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1 Libro Autora Virginia Mendoza 

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