LA SED
1 Libro Autora Virginia Mendoza
EDITOR DEBATE
PRIMERA EDICIÓN 2025
LIBRO RECOMENDADO Y POR
ENCARGO
EN LA PORTADA DEL LIBRO:
Una
historia antropológica (y personal) de la vida en tierra de lluvia escasa
DESCRIPCIÓN
Esta
historia también empieza en un lugar de La Mancha. Allí, hace miles de años,
surgió la primera sociedad hidráulica de nuestro continente. Mucho tiempo
después la sed llenó esas tierras de vides, olivos y cereales. Entre ellos
nació Virginia Mendoza, cuya historia personal y familiar está ligada sutil
pero irremediablemente a la falta de agua. En este sorprendente libro recoge y
conecta viejos y nuevos descubrimientos científicos con un sinfín de relatos
heredados insólitos, emocionantes y llenos de vida que hablan de quiénes fuimos
y quiénes somos hoy
La
sed nos persigue y nos impulsa, nos enseñó el arraigo y el desarraigo. Empujó a
nuestros antepasados más allá de África y, decenas de miles de años más tarde,
asentó a sus descendientes junto a los pocos ríos caudalosos que quedaban. Es
posible que nos ayudara a inventar el pan, pero también nos hizo conocer el
hambre. Asistió al origen de civilizaciones, y también a su colapso. Nos llevó
a mirar al cielo, a unir estrellas, a crear dioses de la lluvia y a una curiosa
convivencia entre la fe y la ciencia durante la Pequeña Edad de Hielo: mientras
unos invocaban la lluvia con danzas y rogativas, otros fundaban disciplinas
para predecirla, medirla y retenerla
Escrito
desde uno de los puntos menos lluviosos y más amenazados por la desertización
de Europa, este libro nos conduce a un fascinante viaje por el mundo y la
historia, así como por los retos a los que nos enfrentamos como especie. La sed
nos une, nos divide y no ha dejado ni dejará de acompañarnos, pues somos agua
en busca de agua
LA CRÍTICA HA DICHO:
«Este
es uno de los libros más importantes que vais a leer este año. Alucinante en
muchos sentidos y magistral en todos».
Sergio del Molino
«Un
libro que podría recibir el Óscar al mejor montaje. Los saltos están tejidos
con acierto y Mendoza juega sin abusar con los recursos narrativos para no
soltar nuestra atención. La memoria personal huye de la nostalgia y la
divulgación dosifica nombres propios y datos en beneficios de la agilidad».
Jorge Dioni, Babelia
Sobre
Detendrán mi río la crítica dijo:
«Es
memoria viva. Escrito con una sensibilidad maravillosa, desvela algo
verdaderamente profundo y poético».
Sergio Del Molino
«Un
libro delicado, fruto de años de escucha atenta y de investigación rigurosa, en
el que el conocimiento se transmite a través de una recreación narrativa que
absorbe y encandila desde el primer instante».
Edurne Portela
«Es,
sin ninguna duda, el ensayo más hermoso, poético, con más verdad y mayor
delicadeza en el fondo y en la forma que he leído este 2021».
Alejandro Palomas
LA
SED
Fragmento:
¿De
qué desierto antiguo eres memoria
que
tienes sed y en agua te consumes
y
alzas el cuerpo muerto hacia el espacio
como
si tú agua fuera del cielo?
ALFONSINA STORNI
Los
hombres se humedecieron los labios, conscientes de su
sed.
Y todos sintieron un poco de terror.
JOHN STEINBECK
No
es posible, señor mío, sino que estas yerbas den testimonio de que por aquí
cerca debe de estar alguna fuente o arroyo que humedece y así será bien que
vayamos un poco más adelante, que ya toparemos donde podamos mitigar esta
terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre.
SANCHO PANZA
Claro
que Dios existe.
Es
mujer
y
se llama Lluvia.
GUSTAVO DUCH
PRÓLOGO
Y
todavía no había pasado suficiente tiempo cuando me di cuenta de que tenía sed
y que no llevaba agua. Quise esperarme un rato antes de ir a buscarla, pero
después recordé que existen cosas como la sed, como la muerte, como el amor, de
las cuales no se puede huir, y que antes o después tendría que ir.
NÚRIA BENDICHO GIRÓ, Tierras muertas
Ni
quiero ni puedo olvidarme del lugar de La Mancha en el que conocí la sed. Una
bañera vieja, rodeada de ollas y cazos, esperaba la lluvia en el corral de mis
abuelos maternos. Muy cerca de allí, el agua del río Villanueva empezó a
escasear y dejó de llegar a las huertas de Villanueva de la Fuente (Ciudad
Real). Algunos agricultores perdieron sus cosechas y una mujer tuvo que vender
sus vacas. El abastecimiento también se resintió. El acuífero 24 (o del Campo
de Montiel), del que manaba su río, había quedado prácticamente seco. Aunque
les dijeron que era culpa de la lluvia, que no caía, llevaban ya tiempo
sospechando que allí pasaba algo más. En plena sequía, mientras sus cultivos
morían, unas mazorcas crecían esplendorosas a lo largo de casi mil hectáreas
con la ayuda de un moderno sistema de riego en la finca de un duque. En agosto
de 1987, los vecinos de Villanueva de la Fuente y de otros pueblos cercanos
como Albaladejo, Villahermosa y Montiel organizaron una manifestación. Fueron
hasta la finca con botijos bocabajo y pancartas que decían «¡Tenemos sed!» y
«Queremos nuestra agua». Pero nada cambió.
El
15 de agosto era sábado, y los de Villanueva, convencidos ya de que su sed poco
tenía que ver con la ausencia de lluvia, volcaron cuatro de los postes que
llevaban electricidad a la finca de las mazorcas. En la mañana del domingo,
cuando vieron que los obreros de Unión Eléctrica intentaban repararlos,
volvieron a echar abajo los cuatro postes y diecinueve más. ¿Quién lo hizo?
«Todos hemos sido, señor», dijeron. En el pueblo eran unos tres mil quinientos
durante todo el año, y muchos más, el doble, en pleno agosto. Protagonizaron su
propio Fuenteovejuna sin sangre: «Aquí no hay ningún cabecilla, si eso es lo
que usted quiere saber, pues somos todo el pueblo, y si, un suponer, se
corriese la voz de que están poniendo las columnas de la luz, allá que nos
vamos todos en avalancha a impedirlo, pero vamos con los brazos tan sólo, y sin
armas, porque no buscamos violencia, sólo reclamamos lo que es nuestro, o sea,
el agua», dijo uno de los entrevistados en la plaza del pueblo a Luis Otero. El
periodista había llegado preguntando por la mujer que había vendido las vacas.
De nombre le pusieron Julia, pero esos días sus vecinos empezaron a llamarla
Agustina de Aragón. Era una anciana que resistía y arengaba a base de coplillas
que ella misma componía, erigiéndose como lideresa y a la vez cronista de la
revuelta de su pueblo.
La
frase que un vecino de Villanueva de la Fuente dio a El País resume lo que pasó
en su pueblo: «El agua ha sido nuestra de toda la vida de Dios, hasta que ese
hombre ha puesto el reguerío pa su panizo». Acusaban de su sed al hijo del
duque por haber abierto unos pozos de casi ciento cincuenta metros que
conectaban con un sofisticado sistema de riego y que acabaron con el agua de
todos. Pero también llevaban años sospechando del ganadero de la finca
colindante. «Dijimos: sequía, sí, pero son las fincas las que están causando el
daño a los manantiales y a las lagunas de Ruidera», me contó Juan Ángel Amador,
el alcalde que tuvo que lidiar con la guerra del agua recién estrenado su
mandato. Llegaron los antidisturbios, dicen, alrededor de doscientos. Tan bien
les salió la jugada a los vecinos amotinados que acabaron aplaudiendo a los
guardias después de que el alcalde paralizase la reparación de los postes. Y el
río volvió a llevar agua. La justicia les dio la razón y, dos años después, el
acuífero se declaró sobreexplotado.
Aquel
verano, los antidisturbios se habían prodigado en otro pueblo. Si en Villanueva
los vecinos se negaban a dejar que repararan los postes que llevaban
electricidad a la finca de las mazorcas, los de Riaño (León) se subieron a los
tejados de sus casas y se negaron a bajar. Esa era su forma desesperada de
resistir a un desalojo que finalmente no pudieron frenar y que culminó con la
inundación de su pueblo y de ocho más —dos de ellos parcialmente— bajo las
aguas de un embalse destinado al riego y a generar hidroelectricidad.
Las
fotos de la prensa de aquel verano reflejan que a menudo los sedientos y los
ahogados compartimos historia y somos dos caras de una misma moneda. Mientras
algunos niños bajaban a protestar al fondo de un río seco en Villanueva, otro
niño subía al tejado de su casa para frenar la inundación de su pueblo. Ambos
quedaron retratados.
La
sed siguió aquí porque nunca hace visitas breves y, poco tiempo después,
regresó con una nueva sequía. En España y otros países mediterráneos se suceden
sequías cíclicas que suelen durar tres o cuatro años cada década. En el verano
de 1992, cuando España se dividía entre los que dormían la siesta y los que
esperaban que Miguel Induráin ganase el tour de Francia por segunda vez, en mi
pueblo, Terrinches, seguíamos pensando en el agua y en casi nada más. El agua
que no llegaba; el agua que nos expulsaría si seguía escaseando. Los mayores
vivieron al borde de la desesperación, y fue entonces cuando aprendí a valorar
el agua como sólo se valoran las cosas que se han perdido. Se convirtió en un
misterio que durante un tiempo apenas aparecía con la ayuda de camiones
cisterna y de las manos de mi abuelo Norberto. Quedan, en el pueblo, depósitos
en las terrazas por si vuelve a repetirse.
Como
normalicé su ausencia, de aquel tiempo guardo flashes, de esos que preceden a
los recuerdos propiamente dichos, en los que aparece el agua. Son escenas que
dejaron huella porque lo normal era que faltara. Mi abuelo metido en una cueva
en busca de unas gotas que redirigía hacia una alberca para regar la huerta. Mi
abuelo yendo de la huerta al corral para asearse con cazos. Los baños
compartidos en familia porque había que aprovechar y reutilizar hasta la última
gota. Nos faltó exprimir el aire. Todo servía para retener un agua que apenas
caía y que luego, a veces, se guardaba como un tesoro incluso cuando ya no
servía para casi nada. Quizá por eso tengo una imagen muy nítida de los
renacuajos que nacían y proliferaban en un bidón de gasolina. Aquella sequía,
que se prolongó hasta 1995, dejó los embalses españoles al 15 por ciento y secó
el pozo artesanal del que el pueblo había bebido durante siglos. Mientras mis
vecinos se iban a otro pueblo para pedir la lluvia a los santos, hubo quienes
se plantearon traer un iceberg con remolcadores al Guadalquivir, a cuya cuenca
hidrográfica pertenece Terrinches, para aumentar el caudal del río. Era eso o
trasladar a la población sevillana. La idea de remolcar un iceberg no era
nueva: ya se planteó en Benidorm en plena sequía casi dos décadas antes.
En
El viento de la luna, de Antonio Muñoz Molina, hay un niño fascinado con la
llegada del hombre a la Luna en un pueblo de Jaén tan árido como el mío y muy
cerca de él. Pedro, el tío del protagonista, tiene la disparatada idea de
instalar una ducha en el corral. «Pero aquí sólo nos podemos lavar sacando un
cazo de agua helada del pozo y volcándolo en una palangana desconchada. El agua
corriente es un sueño tan lejano como el de la lluvia puntual y abundante en
nuestra tierra áspera», escribió. También hubo en Terrinches un visionario que
aseguraba tener la ducha en su corral cuando nadie disponía de agua corriente
en casa. Casi todo lo que cuenta Muñoz Molina sobre esa palangana desconchada
en el corral y otros cachivaches de la sed lo recuerdo como si hubiera crecido
en esa misma casa. Aunque la historia transcurre treinta años antes y en otra
parte, es la de la bañera y los cazos que esperaban la lluvia y sustituyeron a
las gallinas en el corral de mis abuelos. Tengo incluso fotos de mis primeros
baños en solitario, y no porque sea un hito en el desarrollo infantil, sino
porque era un lujo que había que inmortalizar como las cosas que nadie sabe
cuándo podrán repetirse.
Mi
abuelo era el encargado de las aguas del pueblo. Además de barrer las calles,
plantar árboles, dar aviso de los muertos y romper el rosario que les sujetaba
los pies hasta la sepultura, se encargaba de la sed de los vivos moviendo una
llave desde un depósito de captación. Yo solía ir con él. Por las tardes, lo
veía descender por una escalera metálica hacia el inframundo y cortaba el agua
del pueblo girando una llave. En cierto modo, era una novedad. El agua
corriente tardó en llegar a las casas de Terrinches. Allí sólo las figuras de
don Quijote y la Virgen de Luciana eran comparables en veneración al botijo con
el que todavía conformaban una trinidad. Colocado en un lugar que parecía un
altar, el botijo lucía imponente. Para no perder ni una gota del agua traída de
la fuente, para que no se la robaran las moscas, mi abuela lo colocaba sobre un
plato y le ajustaba con un lazo una tapa de ganchillo que le hizo a medida.
Nuestra historia está condicionada por nuestra relación con el agua. Pero en
nuestro vínculo con ella siempre acecha el miedo a que vuelva a abandonarnos.
Me
han contado que en el verano de 1992, seco como la mojama, algunos días mi
abuelo sólo abría el agua para el pueblo durante media hora. Entonces había que
correr a ducharse, fregar platos, beber. A veces no había tiempo ni para el
programa rápido de la lavadora, y eran mi madre y mis tías quienes daban y
cortaban el agua mientras su padre recorría el pueblo avisando a los vecinos.
No sé si fue por la prisa de aquellos días, pero medio meñique de mi abuelo se
lo quedó para siempre la puerta del depósito, y cada vez que cortaba el pan con
su navaja, empinaba la bota o el botijo, yo veía su medio meñique apuntando
hacia alguna parte en la que normalmente estábamos el techo o yo. Nos
burlábamos de mi abuela porque no se atrevía a usar la lavadora y la cubría con
pañitos para seguir lavando a mano la ropa con su propio jabón de aceite y
sosa. Ahora entiendo que el culto a la lavadora no sólo se debía al temor a que
explotase o se rompiese por el uso.
Ese
año estaban de moda los vídeos caseros, y en la España húmeda, de clima
eminentemente continental, una presa inundó Aceredo (Ourense) ante la mirada
atónita de Paco Villalonga, el vecino que lo grabó todo con su cámara porque ya
no podía hacer otra cosa. Los vecinos se habían atrincherado en el ayuntamiento
y habían escrito pancartas que decían «Estamos en folga de fame porque temos la
dignidade da que carece o goberno español» y «Salto de Lindoso. Morte e
destrucción de 200 familias labregas. Violacion. Dereitos humanos,
¡escoitanos!». Pero no escuchó. De todo eso no supe nada a los cinco años, pero
tiempo después Paco me contó que cada vez que bajaba el agua del embalse iba a
las ruinas de su casa y se comía un bocadillo mientras veía cómo brotaba agua
de una pequeña fuente, porque ni la losa de agua quieta que es el embalse había
podido detenerla.
Ahora
que pregunto qué nos pasó, me han contado que finalmente un ganadero (el mismo
al que acusaban los de Villanueva) nos dio acceso a uno de sus pozos, y que de
esa agua, en gran parte, sigue bebiendo el pueblo desde 1995 gracias a una
ayuda de la consejería de Obras Públicas, que permitió sufragar las obras de
canalización y suministro para que llegara el agua después de recorrer veinte
kilómetros. La historia se cuenta con gratitud. Pero el acuerdo de cesión,
firmado a finales de agosto de ese año, termina diciendo que se podrá cancelar
la autorización «en el mismo momento en que así lo estime conveniente por
cualquier causa que en ningún caso tendrá que justificar, bastando para ello el
mero preaviso al municipio beneficiario con dos meses de anticipación, sin que
este pueda oponerse a la misma ni reclamar indemnización alguna por ningún
concepto». Así que la sed de un pueblo depende casi exclusivamente de la
voluntad de un hombre o, más bien, de algo que no existe: la voluntad de una
sociedad anónima.
La
nuestra es la sed histórica de los pueblos de la España seca —que compone tres
cuartas partes de la península en la que vivo—, en la que predomina el clima
mediterráneo y, en algunos puntos, es incluso estepario y desértico, y la de
nuestros antepasados más remotos. En esa zona de Castilla-La Mancha ni siquiera
alcanzamos una media anual de cuatrocientos litros por metro cuadrado, que es
la media de la comunidad autónoma. Marchar porque no hay agua; marchar porque
llega el agua. Es un país de sedientos y de ahogados por la sed. Esa es la
historia que se nos olvida cuando abrimos el grifo, y la llevamos grabada en
los genes. Pero viene de antes, de lejos, y tiene que ver con todos los
habitantes humanos de la Tierra. Nuestra familia, nuestro género y nuestra
especie surgieron cuando el mundo y África oriental atravesaban picos de
aridez. Si los fósiles más antiguos que se han encontrado de nuestros antepasados
aparecieron en el curso medio y bajo de un río africano, el Awash, también las
primeras civilizaciones surgieron junto a ríos en plena sequía. La sed ha
estado detrás de grandes adaptaciones anatómicas y metabólicas, de
innovaciones, revoluciones y colapsos a lo largo de nuestra historia. En las
próximas páginas veremos cómo casi todo lo que define nuestra especie surgió y
se desarrolló durante cambios climáticos en los que se alternaban la humedad y
la aridez. La enésima crisis climática no tendría por qué sorprendernos: somos
hijos suyos. Pero tal vez haya en la sorpresa algo de culpa.
Esta
historia transcurre en la era Cenozoica, en la que aparecieron en el mundo
tanto nuestros antepasados como casi todo lo que todavía nos alimenta. Aunque
empieza con Lucy en el periodo Neógeno, principalmente transcurre en el
Cuaternario, en el que aún nos encontramos. Este periodo abarca dos épocas,
Pleistoceno y Holoceno —todavía vigente—, divididas precisamente por un cambio
climático. En todo este tiempo, decenas de millones de años, han sido varios
los ciclos fríos-secos y cálidos-húmedos que se han sucedido. Los periodos
climáticos son como matrioskas. Por eso, aunque estamos en una etapa de
calentamiento, el mundo lleva alrededor de cincuenta millones de años enfriándose
y secándose, una paradoja que espolea sin pretensiones el negacionismo
climático. Luego llegó una inestabilidad que acarreó sucesivas alteraciones
dentro de esa tendencia global. Hace 2,6 millones de años, el mundo entró en un
ciclo constante de épocas glaciales e interglaciares y, en ese momento, surgió
el ser humano. Estamos en una época interglaciar desde hace once mil
setecientos años, que a su vez ha tenido también fases gélidas. En resumen, por
extraño que resulte, la Tierra se calienta y se enfría a la vez. Y esto es así,
en gran medida, porque hemos alterado la tendencia natural que llevaba nuestro
planeta desde el Neolítico y, especialmente, durante los últimos trescientos
años.
Aunque
algunos de los cambios climáticos más relevantes que aparecerán a lo largo del
libro se han asociado a causas extraterrestres como la explosión de cometas o
la reducción de manchas solares, veremos que, sobre todo, se produjeron por
causas astronómicas que tienen que ver con el lugar que ocupa la Tierra y su
posición con respecto al Sol, con la forma de su órbita y con la inclinación de
su eje de rotación. Además, se han dado en este tiempo cambios climáticos por
razones geológicas, como los movimientos de placas tectónicas, terremotos,
erupciones volcánicas y alteraciones en las corrientes oceánicas. Algunas de
estas causas a menudo confluyen, ya que nuestro sistema climático depende de
varios factores, como son la atmósfera —que además de permitirnos respirar se
encarga de mantener una temperatura media de quince grados mediante sus gases
de efecto invernadero—, el efecto invernadero —que en su estado natural
equilibra la energía que recibe y emite la Tierra pero que hemos aumentado
artificialmente contribuyendo a un calentamiento global—, las corrientes oceánicas
—que contribuyen a este equilibrio en su interacción con la atmósfera— y,
finalmente, la radiación solar. A todo esto hay que añadir un nuevo detonante:
nosotros y nuestras acciones.
El
clima nos llevó al borde de la extinción: somos los descendientes de los pocos
(unos 1300) humanos que sobrevivieron al frío y la aridez hace menos de
doscientos mil años. Pero tampoco de la última glaciación salimos bien parados,
a pesar de que los sapiens nos quedamos solos. Aun así, el cambio climático
apenas trascendió el ámbito científico hasta 1988. Ese verano fue abrasador y
seco en Estados Unidos, donde proliferaron los incendios. Desesperados por el
calor insoportable que hacía en el Senado estadounidense, al fin el
calentamiento global pasó a ser una cuestión de interés público. No obstante,
en lugares como España siguió estando mal visto hablar del tiempo, y todavía se
considera una conversación banal para sobrevivir a la incomodidad que provoca
compartir ascensor con desconocidos. Pero el clima, que tan insignificante
parecía, ha sido una de las razones por la que algunos de nuestros antepasados
llegaron hasta el lugar en el que nacimos y, mucho antes, de que los suyos
tuvieran que marchar de África.
No
podemos pasar de ningunear el clima a negar sus variaciones, porque es como
renegar de LUCA (Último Antepasado Común Universal, por sus siglas en inglés)
sólo porque no nos apetece descender de una bacteria, o no aceptar que somos
parte de la naturaleza, que es mudable. Los cambios climáticos nos han acompañado
siempre y nos han empujado a evolucionar, a migrar, a innovar y a mezclar
nuestros genes. Son parte de nosotros y nosotros de ellos. La revolución
cognitiva puso la primera piedra en la libertad que hoy tenemos. Pero la
libertad implica responsabilidad. La cultura nos prometió, con el beneplácito
de la naturaleza, una independencia que parecía absoluta. Pero no fue así. El
tiempo no está loco y evadir nuestra responsabilidad sólo puede alejarnos de la
libertad y hacernos todavía más vulnerables. También puede conducirnos a un
genocidio del que en el futuro habrá que rendir cuentas, como advierte David
Lizoain en su libro Crimen climático. Tampoco sirve de nada caer en el
pesimismo, porque pesimista es quien ha decidido no hacer nada por cambiar las
cosas dado que, según su lógica, no van a cambiar. Sólo el optimismo, racional
y no de taza cuqui, puede impulsarnos, no por un designio divino, sino por la
voluntad de arreglar lo que hemos roto sabiendo que aún hay algunas piezas que
se pueden reparar. No hay acción sin esperanza. Pero tenemos que hacerlo como
se han hecho siempre las únicas cosas que han salido bien a lo largo de nuestra
historia: juntos. Para ello necesitamos recuperar la conciencia de especie, sin
perder de vista que conformamos un todo con la naturaleza y que no todas las
personas tenemos la capacidad de dejar la misma huella y, por tanto, de
reducirla.
Todo
indica, según un informe del Centro de Estudios Hidrográficos del CEDEX, que la
España húmeda —que cuenta con algunos de los puntos más lluviosos de Europa—
seguirá siendo húmeda aunque desciendan las lluvias y que la España seca —donde
están las zonas más áridas del continente— será cada vez más seca. La previsión
de la Agencia Europea de Medioambiente es que la península ibérica será el
lugar de Europa que más se secará en los próximos años. El descontrol del
regadío, la sobreexplotación de acuíferos, la degradación del suelo y el
abandono de la tierra, unidos a un cambio climático que provocará sequías cada
vez más intensas y prolongadas, están aumentando el riesgo de desertificación
de la península. Pertenezco a una generación que ha empezado a asumir que
tendrá que marcharse pronto, porque todo apunta a que la España seca podría
convertirse en un desierto a lo largo de este siglo. En realidad, no es nuevo
para quienes hemos crecido en ella; durante toda mi infancia, incluso antes de
conocerlo, soñé con un futuro rodeada del verde del norte. Sólo cuando lo
intenté, supe que había idealizado algo que no era para mí, y que también la
aridez influye en nuestro vínculo con la tierra. Un amigo gallego escucha
grabaciones de lluvia cuando está lejos de casa para afrontar la morriña. Pero
yo rellené una botella de agua vacía con arena del Sáhara que todavía guardo
para no olvidar nunca lo que sentí en el desierto, y creo haber encontrado mi
sitio en un pueblo cuya historia está marcada por una rogativa para pedir
lluvia. ¿Será que también la sed condiciona aquello que sentimos como hogar?
«Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación y los de
polvo y los de sequía. No podemos empezar otra vez», decían los Joad en Las
uvas de la ira.
Supongo
que algo parecido ocurre con el lenguaje. Dicen que los gallegos tienen
cuarenta palabras para nombrar la lluvia. No tenemos tantas en la España seca,
porque no hacen falta, pero he calculado cuántas hay para el paloduz y, si
incluyo el «ombligo de muerto» que acuñó mi abuelo y el nombre científico
(Glcryrrhiza glabra), me salen treinta y nueve. Como crecí rodeada de golosinas
suculentas y coloridas en un puesto del mercadillo, nunca entendí por qué mi
abuelo llevaba siempre en la boca una cosa tan fea y tétrica. Pero chupar esa
raíz era su forma de calmar la sed y de no fumar. La Glycyrrhiza glabra no
prolifera necesariamente en los cementerios, pero sí cerca de los ríos. Parece
que el paloduz, que en algunos sitios llaman «chocolate del moro», tiene su
origen en el norte de África y en el sur de Asia. Antiguamente se masticaba
para aliviar problemas respiratorios, para fortalecer músculos y huesos, para
suavizar el cutis. Griegos y romanos ya lo utilizaban, además, con otra
finalidad de la que dejaron constancia varios autores de la Antigüedad:
combatir la sed.
Si
Hegel creía que las personas se acaban pareciendo a su paisaje y su clima, habría
que ver qué fue primero, porque, para quedarse, los manchegos tuvieron que dar
a su paisaje y su gastronomía la forma de sus necesidades hídricas en una
región cuyo topónimo significa ‘tierra seca’. Vengo de un lugar, de un paisaje,
de una cultura que ha perfilado y nombrado la escasez de agua. Allí los
cereales dibujan figuras geométricas, un patchwork si se mira desde el cielo.
Vengo de un lugar en el que hace miles de años mis antepasados se enfrentaron a
una de las peores sequías de la historia y la superaron.
Hace
mucho menos tiempo, sus descendientes vieron cómo se cubrió con hormigón un
arroyo y dejaron de contar una historia antigua. Una vez, cuando el riachuelo
aún estaba a la vista, alguien descubrió un bulto sobre el agua en lo alto del
pueblo, allí donde se ubicaba el dominio de las mujeres: el lavadero. Las
expresiones de sorpresa hicieron pensar que había aparecido una ballena. Bajaba
a un ritmo tan lento que el avistador de ballenas manchegas pudo correr la voz
de que el cetáceo se acercaba a la plaza. Varios hombres esperaban allí y
dispararon cuando al fin la tuvieron al alcance de sus escopetas. Pero no era
una ballena. Eran, cual cocodrilo del Pisuerga, las albardas de un burro. Eso
contaban en el pueblo,…
QUIEN ES LA AUTORA:
Virginia
Mendoza (1987) nació en Valdepeñas, creció en Terrinches y fue al instituto en
el lugar de La Mancha del que puede que Cervantes no quisiera acordarse. Se
licenció en Periodismo y en Antropología Social y Cultural por la Universidad
Miguel Hernández de Elche. Durante años ha sido periodista freelance y ha
escrito para varios medios de España y América Latina
Después
de vivir en la España seca, en la húmeda, en la semidesértica y en Armenia, en
la actualidad vive en un pueblo de Teruel marcado por una rogativa, continúa
formándose en Antropología Prehistórica, trabaja en una librería y escribe
sobre Antropología para Muy Interesante. Ha publicado libros sobre arraigo y
desarraigo en los que fusiona periodismo narrativo y antropología rural, como
Quién te cerrará los ojos (Libros del KO, 2017), Heridas del viento (La línea
del horizonte, 2018) y Detendrán mi río (Libros del KO, 2021), un proyecto
trasmedia sobre las personas desplazadas por la construcción de presas en
España que continúa con un mapa-reportaje en línea. También escribió los libros
sobre Jane Goodall y Alexandra David-Néel de la colección «Grandes Mujeres» de
RBA coleccionables. Es coautora de los Juegos reunidos rurales, ilustrados por
Narcís RE (Temas de hoy, 2022). Su último libro, La sed, pronto será traducido
al italiano
En
2019 obtuvo el Premio Manuel Iradier a la Comunicación, otorgado por la Sociedad
Geográfica La Exploradora
FICHA TÉCNICA:
1
Libro
256
Páginas
En
formato de 15 por 23 por 2 cm
Pasta
delgada en color plastificada
Primera
edición 2024
ISBN
9788419642462
Autora
Virginia Mendoza
DEBATE
FAVOR DE PREGUNTAR
POR EXISTENCIAS EN:
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electrónico:
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6671-9857-65
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a Google por publicarnos
Quedamos
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LA SED
1 Libro Autora Virginia
Mendoza
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